Susana Frisancho | EDUCACCIÓN

En la edición de Educacción del 9 de noviembre de este año, Inés Kudó publicó un interesante texto acerca de la formación ética. Personalmente, me resulta muy alentador ver que cada vez más personas muestran interés y reconocen la importancia de este tema, sin el cual los procesos educativos están sin duda alguna incompletos. Felicito el artículo; hace falta mucho más empuje y muchas más personas comprometidas para que este tema fundamental tenga en la educación el reconocimiento que requiere y merece.

Sin embargo, quisiera hacer un par de precisiones que me parecen importantes y que el artículo que menciono ha pasado por alto.

Lo primero es el título. Internalizar la ética, la responsabilidad y la compasión ubica a estos procesos en el afuera, en el exterior. Se presentan como externos y deben hacerse, de algún modo, internos, es decir, pasar del exterior al interior. Es poco probable que eso sea lo que en verdad se piensa, pero las palabras cuentan, no son neutras, y el uso de internalizar revela una mirada no constructiva del proceso de aprendizaje. En la ética, como en todo proceso de construcción del conocimiento, las cosas suceden al revés, de adentro para afuera. Usaré una comparación: las hojas salen de dentro del árbol, el árbol mismo las produce; no se las podemos pegar desde afuera, porque se caen. Del mismo modo, es el sujeto el que construye sus conocimientos, el que despliega sus capacidades, por supuesto siempre dentro de un contexto sociocultural determinado y gracias a los sucesivos intercambios que tiene con este. Desde esta mirada, el uso de términos como interiorizar o internalizar, que reflejan un marco conceptual empirista, no le hacen justicia al proceso de construcción de conocimientos ni al de desarrollo de la ética y la moral, y pueden llevar a perpetuar modelos tradicionales (y muy poco efectivos) de enseñanza. La concepción empirista del aprendizaje, es decir, la idea de que los conocimientos están ya dados en el mundo y hay que trasmitirlos de algún modo al estudiante para que este los haga suyos, es lamentablemente la que prima en el imaginario de los docentes (aun cuando es errónea), y no deberíamos continuar apoyándola usando palabras que, en lugar de cuestionarla, la refuerzan.

Lo segundo, es el fundamento epistemológico de nuestras prácticas pedagógicas. Soy una convencida de que la educación ética no puede llevarse a cabo con seriedad sin una reflexión profunda sobre sus presupuestos filosóficos, sus marcos epistemológicos, y sus bases empíricas, y sobre los planteamientos pedagógicos que de ellas se derivan. Por lo tanto, decir que “…más allá de si se opta por un enfoque de educación del carácter, educación en valores, educación ciudadana, el gran desafío siempre es cómo se ejecuta”, implica desconocer las profundas –y a veces irreconciliables- diferencias conceptuales de estos modelos, diferencias que son muy importantes de identificar porque implican supuestos epistemológicos distintos que van a dirigir nuestra práctica en una dirección u otra.

Por ejemplo: en la educación en valores, suele asumirse que estos son relativos, pues cada quien tiene su propia jerarquía de valores y sus propios principios y metas en la vida, los que son por naturaleza subjetivos. Así, la educación solamente puede ayudar a las personas a clarificar sus propios valores y metas, ya que cada ser humano tiene una historia particular y un punto de vista distinto sobre la vida y el mundo. Por el contrario, la educación del carácter define la ética según las normas de la cultura y de sus principales instituciones sociales, y acepta que existen determinadas virtudes que deben desarrollarse en las personas, preferentemente a través del ejemplo, de exhortaciones y métodos extrínsecos de inducción, y de la sanción social. De este modo, la educación del carácter suele plantearse la meta de aculturar a los estudiantes en las normas convencionales del “comportamiento correcto”, según este es definido por alguna institución o comunidad.

En la educación ciudadana, a diferencia de lo anterior, se acepta que existe una pluralidad de modos de ver el mundo, y que estos pueden y deben dialogar en un marco democrático de justicia y reconocimiento. Desde esta perspectiva, los procesos pedagógicos enfatizan la reflexión, la toma de roles, el reconocimiento de la diversidad, la resolución de problemas, y la capacidad para hacer elecciones autónomas en un marco de respeto a los derechos de todos. Si lo vemos bien, son tres enfoques muy distintos, con metas pedagógicas que no son equivalentes. ¿Cómo pueden pasarse por alto estas diferencias y pensar que lo único importante es la práctica? La práctica no tiene vida propia, no es independiente de nuestros supuestos y conceptos. Y si no se tiene claridad conceptual, los procesos educativos están condenados al fracaso porque las confusiones siempre repercuten en la práctica.

Para terminar, quisiera enfatizar, una vez más, que el campo de la educación ética debe estar abierto a la reflexión y nutrirse de la investigación como complemento indispensable de la experiencia y el sentido común. El concepto de práctica docente no se refiere solamente a lo que el docente hace, sino también a lo que el docente sabe y cree, y a lo que piensa sobre lo que hace. En esta línea, quisiera hacer un llamado a elegir bien las palabras que usamos y a no desdeñar la teoría, porque sin ella no hay práctica pedagógica razonable y efectiva que sea posible.

Lima, 17 de diciembre de 2018

 

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