Jorge Alonso Rodríguez

El sonido de la radio resonaba dentro de nuestra casa elevándose apenas sobre el bullicio exterior, al tiempo que delgadas columnas de luz y polvo se colaban por entre los maderos y plásticos que cubrían las ventanas. Sentada en la sala remendaba una chaqueta sin prestar mucha atención al mensaje radial. “Querido pueblo peruano” repetía de nuevo “partimos hacia el interior del país, donde el nuevo gobierno nacional…” Era la misma grabación repitiéndose cada hora.

Desde nuestra casa la ciudad entera parecía surcada por extensos y desbordantes ríos de gente, todos a pie y llevando a cuestas hijos, animales y bultos. Todos buscando a empujones, escapar de una ciudad condenada a su suerte. Uno de estos ríos cruzaba frente a nuestra puerta y alejándose hacia el este buscaba un camino a la sierra.

Mi hermano pequeño, parado a mi lado, daba golpecitos sobre el piso con el pie.

– ¡Ya basta con lo del pie!- le dije dejando caer la chaqueta sobre mis rodillas. Es suficiente tener que coser tu ropa.

– ¿Crees que papá haya encontrado algún lugar donde quedarnos? –respondió sin haber prestado atención alguna a mi reclamo.

– Claro que sí –respondí, al tiempo que daba la última puntada- Debe de estar donde su amigo, esperándonos. Mamá dice que nos ha separado un espacio para los cuatro en el sótano del cine, y su amigo no está pidiendo oro como el resto. Solamente agua y comida. ¿Ves? Mírame – y pase la manga de mi blusa por su rostro-estas todo lleno de tierra.

El pobre no había tenido una buena noche de sueño en mucho tiempo y se reflejaba en sus mejillas hundidas y en sus ojos marcados por círculos negros. Me pare y envolviéndolo en un fuerte abrazo le bese la frente. Cerró sus ojos y apoyado contra mi pecho sentí su cuerpo temblando con ansiedad. Tenía 8 años y estaba tan delgado que podría llevarlo sobre mis hombros sin sentir cansancio alguno.

El discurso en la radio había terminado y ahora  una voz muy calmada, una grabación, repetía una serie de recomendaciones generales. “Se recomienda a toda la población capaz, refugiarse en aquellos edificios designados como seguros o en su defecto buscar refugio en sótanos, estacionamientos, túneles, etc.”. Solo dos semanas atrás la misma voz recomendaba no salir de las casas y esperar por un rescate que nunca ocurrió. Ahora hablaba de “edificios seguros”.

– ¿Cómo crees que sea? – el rostro de mi hermano estaba hundido en mi pecho y su voz sonó apagada y lejana.

– No lo sé. La radio dice que es como una nube o como una tormenta enorme, de tierra, ceniza y veneno. Viene del sur dice, como de Ica. ¿Te acuerdas de Ica?- le dije tratando de llevar su mente hacia más dulces recuerdos.

– ¿Pero alguien sabe cuándo va a llegar? ¿Qué pasa si llega ahorita y todavía estamos en la casa?, ¿qué pasa si llega cuando estamos en la calle y no tenemos donde escondernos y si mamá…?

– Ya, cálmate –y le revolví los cabellos con fuerza, mientras dejábamos de abrazarnos- Preocúpate por cargar la mochila y que no se te caiga. Por ahora eso es lo que más importa. Además, si alguien ve la tormenta acercarse, o lo que sea, estoy muy segura que harán sonar las sirenas con tiempo para escondernos. Ahora, ponte la chaqueta y la mochila para sujetarte con la cinta.

Debí haber aparentado estar muy tranquila porque su cuerpo se relajó un poco y cogiendo sus cosas, sin decir nada, levanto los brazos y giro sobre su eje mientras yo sujetaba la mochila, llena de agua y comida, fuertemente a su cuerpo. Cuando terminé, el hizo lo mismo conmigo.

Mamá irrumpió en la casa en una nube de polvo. Sus ojos lucían enormes, su respiración era agitada y frescas marcas rojas se dibujaban en sus brazos. La luz del exterior nos forzó a cubrirnos los ojos. Cerro la puerta tras de sí y lo único que dijo fue “Cojan sus bultos, tenemos que irnos ya”.

Cogidos de la mano y formando una fila, con ella a la cabeza y yo al final, nos introducimos en el río de gente. Al comienzo nos tomó trabajo seguir el ritmo del caudal, el calor, el polvo y la gente nos hacían la marcha difícil. Pero el latir de este río vivo era como el nuestro, elevado e intranquilo y a pesar de los golpes, los insultos y el dolor, nos diluimos en él con rapidez.

Mi madre se acercó a mi oído y lo único que logré entender, por sobre el bullicio de la gente, fue que había conseguido un lugar donde refugiarnos en el sótano de un edificio. No mencionó a papá y cuando mi boca se llenó de suficiente tierra sin haber obtenido respuesta alguna, decidí dejar de preguntar. Mirando siempre hacia atrás y sujetando fuertemente a mi hermano le explique la situación a gritos, omitiendo el detalle que papá había desaparecido.

La masa a nuestro alrededor caminaba sucia y bullente, siguiendo un ritmo estable pero lento. Las casas de nuestro vecindario quedaban atrás, la mayoría de ella abandonadas, sólo pocas familias habían tenido el valor y los recursos para encerrarse y esperar algún tipo de desenlace desconocido. Sus casas eran aquellas que tenían las ventanas y puertas cubiertas de planchas de madera y metal, como la nuestra, pero estas eran de ladrillo y cemento. El polvo llenaba todo y hacia difícil mantener los ojos abiertos, aun así podíamos ver remolinos de cuerpos amontonándose en las entradas de los más grandes edificios, donde los nuevos dueños subastaban los últimos espacios libres; mientras en algunas esquinas, bandos de gente descontenta luchaban entre sí con extremada fiereza dejando sobre el cemento heridos y muertos. Nuestro flujo humano evitaba estos tumultos, contorneándose alrededor de ellos, manteniéndose firme y constante.  Un par de veces esquivamos pasar por encima de algún desafortunado reducido por el paso del rio de gente a una mancha roja y negra sobre la tierra y cemento.

Luego de media hora caminando, estábamos muy cerca. Mi madre señalaba hacia un alto edificio color crema de enormes ventanas doradas por el sol. Mi hermano estaba cansado; no era necesario ver su carita cubierta de sudor, solo tenía que sentir la poca fuerza con la que sujetaba mi mano. Le señale el gran edificio, lo miro sin ganas. En ese momento escuche un estruendo bajo, lejano aún pero que se levantaba por encima del barullo de la gente. Busque los ojos de mi madre, ella también lo había escuchado. Tiró de nosotros con fuerza y empezamos a correr. Mi hermano empezó a agitarse, quise detenerme y cargarlo pero madre lo sujetaba con mucha fuerza. A lo lejos el ruido de una sirena lleno el aire, junto a mí una mujer miro hacia atrás y en callado espanto empezó a correr. Un hombre exaltado golpeó a mi madre derribándola y, aun cogida de nosotros, casi nos arrastra con ella. Al último instante nos soltó. Era imposible parar y ayudarle, detrás de nosotros el río se desbordo por completo y lo único que pude hacer fue saltar sobre ella y tratar de no pisarla. Cogí a mi hermano con fuerza y de un tirón lo cargue con todo y mochila. El tronar ganaba fuerza pavorosa, alimentado por los lamentos de miles de hombres.

Corrí hacia el edificio de altas ventanas. Sobre nosotros negros cúmulos devoraban el cielo, cubriendo la ciudad poco a poco. Una súbita lluvia de ceniza y tizne, llenó el aire de un olor a cabello quemado, cubriendo las calles en segundos. Mis piernas estaban a punto de reventar. El cuerpo de mi hermano se hacía cada vez más pesado. Le susurré algo al oído, pero no respondió. Chocamos con la entrada del edificio, no solo nosotros, sino una avalancha de gente. Lo cimientos mismos temblaban con los pasos de cientos de personas. Delante de mí un grupo de hombres abrió camino rompiendo ventanas y puertas; cuando cayeron sobre el suelo los pisé. Aun atrapada en el caudal mí cuerpo se estrelló contra una gran columna y pude sentir como algo dentro del cuerpo de mi hermano se quebraba  al tiempo que un leve suspiro escapaba de sus labios. Con mis últimas fuerzas logre irrumpir en la habitación más cercana y refugiándome contra una esquina caí sobre el piso con el cuerpo de mi hermano en mis brazos.

Desperté en completa oscuridad, afuera las cenizas y el tizne aun caían, ocultando bajo una sábana negra miles de cuerpos. El río de gente estaba ahora silencioso. En el edificio ya apenas se escuchaban llantos y mi hermano, aun en mis brazos, había dejado de moverse.

Lima, 25 de mayo de 2015

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Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrado en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL). Es profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro). Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; y profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE.