Cristian Vázquez / Letras Libres

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Hace poco, un amigo se sometió a una endoscopía. Si bien se trata de un estudio de baja complejidad, en la actualidad se practica con anestesia general, razón por la cual los médicos piden al paciente que vaya acompañado por una persona de confianza: yo fui con él. Cuando el estudio terminó, me indicaron que pasara. Mi amigo estaba despertando. Lo primero que me preguntó fue cuánto había durado todo el proceso. Le dije que no mucho, 20 o 25 minutos. Sus anteojos estaban a un costado, sobre una silla. Le pregunté si los quería. Me dijo que sí: se los di y se los puso. Después me pidió el informe del estudio, que el médico me había dejado. Se lo di y lo empezó a leer. “Acá dice que duró cinco minutos”, dijo.

—¿Quién me puso los anteojos? —preguntó de pronto.
—Vos —le dije—, yo te los di.
—No me acuerdo —dijo, y casi de inmediato me preguntó cuánto había durado todo el proceso.
—No mucho, 20 o 25 minutos.
—Acá dice que duró cinco minutos —leyó enseguida, como si fuera la primera vez.

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Por esos mismos días, una chica me habló de algunas consecuencias de un accidente que sufrió hace algunos años. Se golpeó la cabeza y cuando despertó, un día después, tenía la memoria llena de lagunas. Comenzó a hacer preguntas a su madre; cuando preguntó cómo estaba un gato que no recordaba que había muerto, recibió la mala noticia como si acabara de suceder, y estalló en lágrimas. Se quedó dormida y, al despertar, su memoria había vuelto a llenarse de los mismos huecos. Repitió sus preguntas y, al llegar al gato, la madre volvió a decirle la verdad y ella, a romper en llanto. El proceso se repitió unas cuantas veces.

Lo más terrible, me confesó la chica, fue cuando el médico le dijo que fuera de la habitación estaba su novio y que quería entrar a verla. ¿Qué novio? Su cara debió ser de lo más elocuente, porque el médico añadió: “No te acordás de que tenés un novio, ¿no?”. En efecto, no lo recordaba. En un segundo, se le cruzaron por la cabeza todos sus exnovios y se preguntó qué diablos habría ocurrido para haber vuelto con cualquiera de ellos. Por suerte, instantes después el novio entró en la habitación y, al verlo, ella lo recordó (no era ninguno de los ex en los que había pensado) y, de pronto, unas cuantas piezas del puzle se ordenaron en su cabeza.

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Estas anécdotas son unas pequeñísimas muestras de los tremendos efectos que tiene sobre una persona la pérdida de memoria. En ambos casos, se trató de una amnesia temporal: unos breves minutos, en el caso de mi amigo, y unas cuantas horas, en el de la chica accidentada. Cuando la amnesia es definitiva, sus consecuencias se tornan demoledoras.

Existen, según sus características cronológicas, dos tipos de amnesia: la retrógrada y la anterógrada. La primera es la que ocasiona el olvido de todo lo sucedido antes del comienzo del trastorno. Algo así como reformatear el disco duro de una computadora y dejar la memoria hecha una tabula rasa, como recién salida de fábrica. La amnesia anterógrada impide que nuevos acontecimientos se incorporen a la memoria a largo plazo: la persona recuerda de manera normal lo ocurrido antes del comienzo del problema, pero no puede retener lo posterior más que durante un cierto lapso. Por ello, también es conocida como “pérdida de memoria a corto plazo”.

Ambas han dado lugar a una multitud de historias de ficción. La primera es, por ejemplo, la que sufren Jason Bourne —el personaje de las novelas de Robert Ludlum encarnado en el cine por Matt Damon— e innumerables personajes de telenovelas latinoamericanas. La segunda, por su parte, ha sido fuente de inspiración de algunas obras mucho más interesantes.

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Una de las claves de esas obras radica en el punto de vista. Si el foco del relato se sitúa sobre la persona que padece la amnesia anterógrada, se pueden lograr muy buenas historias de intriga y suspenso. El ejemplo más popular es la película Memento (de 2000, dirigida por Christopher Nolan), en la que un investigador llamado Leonard Shelby intenta descubrir al asesino de su esposa, pese a que solo recuerda lo sucedido en los últimos minutos. Se ayuda con una cámara Polaroid y con tatuajes en su propio cuerpo.

Un caso más reciente es el de Before I Go to Sleep (de 2014, basada en una novela del británico S. J. Watson), en la cual el personaje de Nicole Kidman despierta cada día limpia de recuerdos, no solo a partir del comienzo del trastorno, sino desde más atrás. El misterio que debe resolver es su propio pasado, con —entre otras cosas— una cámara de video.

El foco en las personas cercanas a los amnésicos permite dramas muy bien logrados, como la novela La fórmula preferida del profesor (de la japonesa Yoko Ogawa, publicada en 2004 y llevada al cine en 2012; se puede ver completa, con subtítulos en castellano, en YouTube) o la recién editada La mujer del olvido, del argentino Martín Lombardo. En esos casos, el nudo del relato no radica en quienes padecen la pérdida de memoria, sino en quienes tienen que acompañarlos: una asistenta y su hijo, en el primer caso, la esposa, en el segundo.

Y si se centra el eje en las personas cercanas al amnésico pero de una manera, digamos, blanda —y un poco ingenua—, el resultado pueden ser comedias como la animación Buscando a Nemo (2003) o 50 First Dates (2004). En esta última, Lucy Whitmore (interpretada por Drew Barrymore) amanece cada día creyendo que es el mismo día, y su padre y su hermano, en lugar de revelarle la dolorosa verdad, montan una elaborada recreación para mantenerla dentro de su fantasía, autocondenándose a repetir de forma interminable tramas como las de Good Bye, Lenin! o The Truman Show.

De algún modo, 50 First Dates es el exacto reverso de Groundhog Day. El personaje de Bill Murray no podía escapar del “día de la marmota”, pero era el único que tenía consciencia de las repeticiones; el de Barrymore, por el contrario, es el único que no se entera de esa suerte de hechizo del tiempo en que ha caído. Por supuesto, hasta donde sabemos, la repetición del mismo día —como el de la marmota— es imposible, mientras que la amnesia anterógrada es un problema de verdad: medios como The Telegraph y BBC han dado cuenta, hace poco, de algunos casos de la vida real.

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Dos últimas consideraciones. La primera: existe lo que se llama la memoria procedimental, de la que dependen las habilidades ejecutivas y motoras para realizar una tarea. Por ejemplo, tocar un instrumento musical, andar en bicicleta o atarse los cordones de los zapatos. Esta parte de la memoria casi nunca se pierde: incluso las personas con amnesia anterógrada pueden incorporar conocimientos de este tipo, aunque luego no recuerden cuándo los aprendieron. Es curioso advertir cuántas cosas hay que sabemos hacer y de las cuales, aunque no padezcamos de amnesia, no recordamos el momento en que las aprendimos.

La segunda: la memoria es la columna vertebral de nuestra identidad. Somos lo que recordamos ser; lo que, por lo tanto, nos podemos narrar. Y, sin embargo, todo el tiempo estamos olvidando, sin decidir a voluntad qué dejar en la memoria y qué descartar. Es curioso pensar en que, si mi memoria selectiva hubiera elegido diferente a como lo hizo, yo no sería quien soy: sería otro. El olvido es un escultor que, cincel en mano, quita de la piedra todo lo que cree que sobra. A menudo, anestesia o accidentes mediante, juega a ver cómo sería si fuera mucho más allá. Por suerte, en la mayoría de los casos no abusa de su poder.

Fuente: Letras Libres / 11 de abril de 2017