Richard Webb / El Comercio

Una “verdad” casi universal es que avanzamos más cuando avanzamos juntos. La vida colectiva se mejora con la cohesión, la coordinación y la cooperación. Adam Smith nos educó con el ejemplo de una fábrica de alfileres, donde el trabajo en conjunto permitía la especialización y la coordinación. Años después se buscó una fórmula para el desarrollo de países que seguían atrasados y la propuesta central fue la del “gran empujón”. En un país donde falta todo, el despegue solo se logrará si todos invierten juntos, coordinadamente. Hoy, la ayuda para las regiones más pobres del Perú se condiciona a la existencia de una asociación. Casi todo municipio rural tiene una oficina para el registro de las asociaciones de productores, registro que luego sirve de ábrete sésamo para los fondos de ayuda.

Otra tesis enfatiza el papel del capital social a nivel local, entendiéndose la capacidad para cooperar, realizar obras y proveer servicios que sirven a una colectividad. El sociólogo Robert Putnam descubrió una diferencia sistemática de capital social entre los municipios del norte y del sur de Italia, explicando así la ventaja adquirida por el norte. En el Perú, se ha constatado una diferencia similar entre los distritos de la sierra peruana afectados y no afectados por la mita española, sosteniendo que la mita habría reducido la futura capacidad local para la gestión colectiva. Otro caso de capacidad desigual para la gestión colectiva se descubre comparando el norte y el sur de Vietnam, diferencia que favorece el norte debido a una larga tradición de sólido gobierno central en el norte.

El Perú tiene fama por su “milenaria” tradición andina de solidaridad comunitaria. Además, esa cultura habría sido trasladada a las ciudades por migrantes andinos, facilitando la creación y autogestión de asentamientos humanos y de asociaciones productivas de transportistas y comerciantes.

Pero ninguna verdad ha sido obstáculo para una verdad contraria. Alabamos nuestra milenaria solidaridad pero a la vez criticamos nuestro individualismo, conflictividad y poco respeto por el bien común. No faltan evidencias. Los campesinos que recibieron tierras en la reforma agraria optaron por la parcelación y gestión individual de esas tierras. Ayudas en la forma de bienes colectivos, como los fitotoldos donados a comunidades en la sierra, han fracasado en parte por la renuencia de los comuneros para trabajar juntos. Cooperativas de crédito creadas hace medio siglo ya no existen y muchas cooperativas para la comercialización de cultivos luchan para sobrevivir. La misma incapacidad para el trabajo colectivo ha perjudicado proyectos de riego, afectados por conflictos relacionados al reparto y a los costos de mantenimiento. Finalmente, la comprobación más contundente de nuestra falta de ciudadanía sería la altísima informalidad.

Al final, ninguna de las dos “verdades” parece ser del todo correcta. Sin duda el trabajo colectivo ha jugado un papel en el campo y en la ciudad, y explica en parte el extraordinario éxito peruano de las últimas dos décadas. Pero también es evidente que un déficit de solidaridad o cultura de trabajo colectivo es un obstáculo mayor. Parece haber un espacio grande para aprovechar tanto la energía del individualismo como la fuerza que viene con la cooperación. Al final, ambos son motores de la embarcación en la que viajamos juntos.

Fuente: El Comercio / Lima, 28 de mayo de 2017