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EDITORIAL

A las monarquías de la edad media se les llamaba patrimonialistas porque los gobernantes se asumían dueños de todo un territorio y facultados a disponer de todo lo que había en él sin restricciones, como si fuera su patrimonio personal.

Este sistema no desapareció en la edad moderna. Aún en Estados formalmente democráticos, pese a todos los controles constitucionales existentes, el fenómeno se puede seguir observando. Hay gobiernos o partidos políticos que acceden al poder y consideran como propios los bienes públicos, de modo que el gobernante elegido no actúa como representante de toda la ciudadanía sino como una suerte de dueño rodeado de servidores leales, no de servidores civiles. Así se transforma un gobierno en un gobierno privado. También existe en las ciencias sociales la categoría de Estados Predatorios, que se caracterizan por estar enfocados en la apropiación del tesoro y las rentas públicas, en alianza con sectores privados y en perjuicio del bien común.

Pues bien, así hemos funcionado a lo largo del periodo republicano y, para Carmen McEvoy, estamos siendo ahora testigos de la repetición de esa vieja tradición: la de acceder al poder para copar el Estado y manejarlo como un botín. Más de un funcionario o congresista no ha tenido reparo en declarar abiertamente: si otros lo hicieron, porque nosotros no.

En educación, aunque no solo allí, esto es muy claro. Los intereses particulares están primando sobre los públicos y revirtiendo la reforma universitaria para regresar las instituciones de educación superior al control privado, colocando los materiales y textos escolares bajo control privado, e incluso la carrera pública magisterial bajo control sindical. El juego consiste en denigrar toda medida dirigida a garantizar la calidad del servicio público y luego eliminarla para ganar ventajas o privilegios, diciéndole después a la gente que es por el bien de todos. En ese objetivo, se manipulan las creencias religiosas de las personas para ganar consensos.

Naturalmente, cualquiera que cuestione este aprovechamiento del poder es atacado, ridiculizado o amenazado. A esto McEvoy le llama pensamiento binario, una forma simplista de razonar que divide a las personas entre buenas y malas, que hace una caricatura de toda postura crítica y convierte en enemigo al que se atreva a discutir cualquier decisión de uno u otro lado o le inventa narrativas para desacreditarlo.

En este contexto la educación tiene un rol importante que jugar, pero que no jugará si no se comprende cabalmente su trascendencia. Paulo Freire decía que la educación no cambia el mundo, pero sí a las personas capaces de cambiar el mundo. El problema es que de las aulas no saldrá nadie capaz de cambiar nada si insistimos en conservar el antiguo modelo educativo. De nada sirve barnizarlo con terminología pedagógica moderna, pues el afán instruccional, directivo, controlista y uniformizador lo desborda y lo delata por los cuatro costados. Impresiona ver como este anacrónico modelo de enseñanza y de gestión sigue naturalizado en todos los estamentos del sistema.

Superar las secuelas de los dos duros años de la pandemia, se ha dicho tantas veces, requiere un gran esfuerzo nacional para recoger lecciones y llevar al sistema educativo a un estadio superior. Por el contrario, los vientos nos están empujando hacia atrás, nos están regresando a la antigua normalidad y hasta nos quieren devolver a los currículos escolares de la pasada década de los 80.

Angela Davis, profesora de historia en la Universidad de California, decía que no se trata de aceptar las cosas que no se pueden cambiar, sino de cambiar las cosas que no se pueden aceptar. Eso es precisamente lo que nos toca hacer hoy.

Lima, 18 de julio de 2022
Comité Editorial