Patricia Andrade/ EDUCACCIÓN

Mariela, profesora de una escuela multigrado en un distrito rural de Cajamarca, tiene a su cargo a los niños de 1° y 2° grado.  La escuela cuenta con dos docentes, además de la directora. A Mariela le gusta trabajar con este grupo de edades y hace un buen trabajo de alfabetización con los niños, por lo que la directora le ha pedido que continúe con estos grados. Ella aceptó con gusto, aunque tiene una preocupación: su alumno Rafael, que no ha alcanzado el mismo nivel de logro que sus demás compañeros en lectura y matemática, y debería hacerlo repetir. Mariela siempre ha pensado que, al menos en el ámbito rural, hay casos en los que la repetición es inevitable. Es que, con frecuencia, sobre todo en los últimos grados, hay alumnos que se ausentan mucho debido a que trabajan en la chacra. Pero no es el caso de Rafael. El entró a primer grado sin haber recibido educación inicial y sus primeros meses fueron difíciles, era un niño callado y retraído. No obstante, la profesora había logrado motivarlo mucho, reforzando siempre sus pequeños logros y dándole confianza. Rafael empezó a tomar mayor interés por las clases y empezó a avanzar muy rápidamente en sus aprendizajes. Lamentablemente, su padre falleció apenas iniciado el segundo grado y la familia, campesinos pobres de la zona, se vio obligada a demandarle cada vez más apoyo en las actividades de cultivo y cosecha, así como en la atención a sus hermanos menores. Rafael por entonces tenía ocho años, había entrado a la escuela cumplidos los siete. El entusiasmo del niño no decayó en segundo grado, pero ya no disponía de tiempo en casa para hacer tareas. Mariela es consciente que es el alumno que más ha aprendido en comparación con el resto, considerando las desventajas con las que empezó. Pero no ha logrado el estándar esperado en matemática y comunicación. Considera que debe reprobarlo. 

La Directora le propuso promoverlo de todos modos, informando al profesor que lo recibiría, que Rafael necesitará nivelarse, por lo que deberá prestarle atención especial. Mariela considera que esa no será una solución. Sucede que el aula a la que tocará ir es mucho más numerosa, pues la repetición se ha ido incrementando en los grados siguientes; además, es un aula que reúne estudiantes de 3° y 4° y el docente no tiene el hábito de trabajar con los estudiantes en grupos según sus ritmos, como ella lo hace. Teme que le exigirá a Rafael igual que al resto, que no está preparado para nivelarlo y eso será terrible para el niño, pues podrá frustrarlo y hacerle perder confianza en sí mismo. Mariela quería reprobarlo para hacerse cargo ella misma, pero su directora tenía razón: hacerlo repetir es desmoralizarlo y hacerle perder la ilusión que con tanto esfuerzo había logrado ganar.

Mariela no tendría por qué estar en este dilema, ni Rafael ni tantos otros niños y niñas tendrían que vivir esta situación que afecta su autoestima y los desalienta, hasta empujarlos a dejar la escuela. No, si tan solo se cumplieran los principios y expectativas que se leen en el currículo nacional.

Lo que dice el currículo

Una de las principales apuestas del currículo es que el aprendizaje supone desarrollar competencias, involucrando saberes típicamente “académicos”, así como ciudadanos y personales. El currículo también reconoce que el desarrollo de estas competencias es un proceso gradual, que van aumentando su complejidad, siguiendo una determinada secuencia hasta alcanzar un cierto nivel al final de cada ciclo, expresado en un estándar de aprendizaje. El currículo señala, asimismo, que los estudiantes deben avanzar en este camino desde el inicio hasta el fin de su escolaridad, de acuerdo a sus ritmos, características, intereses y aptitudes particulares (Minedu, 2016: 21.26).

Es decir, se reconoce la diversidad entre los estudiantes reunidos en un mismo grado; quienes, por lo general, lo único que tienen en común es la edad. Es diversidad de estilo y ritmo de aprendizaje, de nivel de logro en cada competencia, de punto de partida –cómo llegan al aula- y de condiciones de vida igualmente diversas, que puede actuar a favor o en contra del avance en su aprendizaje (Minedu, 2016: 14).

Pero estas expectativas tropiezan con la realidad que se vive día a día en el ámbito rural, donde la diversidad se complejiza al reunir en una misma aula a estudiantes de diversos grados y edades, con experiencias socioculturales también diversas; e incluso en un mismo grado con edades dispares debido al ingreso tardío al sistema, o a sus ausencias prolongadas por razones variadas –trabajo, migración estacional de las familias, etc.). Es decir, la heterogeneidad del aula se convierte en un hecho más patente y complejo que en la escuela urbana.

Atender la particularidad de sus diversas necesidades acerca de qué y cómo aprender, demanda flexibilidad a todo el sistema: desde los docentes, de modo que sean capaces de reconocer este hecho y diferenciar estrategias que puedan ayudar a cada uno a alcanzar el máximo estándar posible, pero también a cada instancia del sistema, cuyas normas, orientaciones, demandas, calendarios, etc., deberían esforzarse por responder a cada realidad, para que sea el servicio educativo el que se adecue al estudiante y no al revés.  

Esto supone abandonar la idea fuertemente instalada –en el sistema y en cada docente- que los estudiantes avanzan todos en bloque, al mismo tiempo y ritmo, independientemente de las experiencias, saberes, estilos, necesidades y características de los sujetos que aprenden; y que se les puede evaluar además de la misma manera. Sabemos que esto no es así y menos aún en el área rural, dada la alta heterogeneidad existente.

Hacerlo no solo es necesario, de acuerdo al currículo nacional, es posible y además obligatorio. Organizar las experiencias de enseñanza aprendizaje atendiendo al nivel de desarrollo de capacidades de cada estudiante con respecto a las competencias a alcanzar –y no la edad o grado en que el estudiante está matriculado, debería estar normalizado. Por supuesto, esto supone partir de una evaluación de entrada y/o de un diagnóstico de cómo acaba cada estudiante cada grado.

Sin embargo, aunque este reconocimiento parecería haberse convertido en certeza a lo largo de dos décadas, no ha tenido implicancias prácticas ni en los hechos ni en el propio sistema. Así, un primer desfase es el observado día a día en muchas aulas del país, donde predomina aun el enfoque frontal y memorístico de la enseñanza –que se basa en el supuesto de un aula homogénea-, y que se ha mantenido básicamente igual, apenas matizado con algunas didácticas activas.

Promover o repetir: un falso dilema

Un segundo desfase, visto en la práctica y reforzado desde el sistema, es el mecanismo de promoción y repitencia, que se arrastra de periodos anteriores a la reforma curricular de los años 90, salvo por la norma de promoción automática en III Ciclo. Un mecanismo incongruente con los nuevos principios de los currículos reformados y con el tipo de aprendizajes que demandan.

Con frecuencia se dice que el problema es que el docente no sabe programar de acuerdo al contexto, ni evaluar de manera formativa, ni tiene tiempo ni recursos.  Sin duda todo ello es cierto, pero no es menos cierto que el propio sistema juega en contra debido a su rigidez, expresada, por ejemplo, en el calendario anual, la organización horaria, los mecanismos de evaluación con fines de repitencia/promoción, la propia organización por grados, entre varios aspectos heredados de otros tiempos.

Aun cuando la profesora Mariela ha hecho un trabajo individualizado y se ha esforzado por brindar estrategias que ayudaron a avanzar a Rafael, ahora se ve ante el dilema de hacerlo repetir o dejarlo avanzar, pero casi con la certeza de que, en cualquiera de los dos casos, el niño saldrá perdiendo. Para Rafael, este dilema le representa perder o perder. Si no lo hiciera repetir, quien lo reciba ignorará sus dificultades y se acumularán en los grados siguientes, quizás hasta hacerlo desistir.

En realidad, el verdadero dilema no es promover o repetir, pues ambas opciones son un problema. La repitencia se basa en el supuesto de que volver a exponerlo a las mismas actividades, estrategias, tiempos y materiales con las que antes no alcanzó resultados, le bastará para aprender mejor. Lo que la experiencia demuestra es que repetir representa una experiencia con altos costos emocionales y económicos: penosa para el estudiante, por la frustración, el estigma, la tensión e incluso el maltrato que representa; e indeseable también para sus familias, en particular en el ámbito rural donde los estudiantes participan activamente de la vida productiva. Así, prolongar la estadía en la escuela será siempre vivida como pérdida. A todo ello se suma la acumulación de la extraedad, que hace de la repitencia uno de los principales factores de deserción: “la repetición de grado, que constituye el mecanismo de remediación de los rezagos en el aprendizaje por excelencia, es la variable que tendría mayor influencia negativa en el logro académico. Después del nivel socioeconómico…” (UNESCO. Oficina de Santiago, 2015, pág. 2).

Se podría argumentar que en el país las tasas de repitencia han disminuido de manera considerable, aunque lo cierto es que continúa siendo significativa. Solo en el año 2015 encontramos un 6.8% de niños repitentes en escuelas primarias de zona rural vs 2.3% en escuelas urbanas; 15% de atraso escolar en escuelas primarias de zona rural vs 4% en escuelas urbanas; y un 68% de niños entre 7 y 13 años de edad de zona rural que concluyó la primaria vs 88.3% de zona urbana (Fuente: Escale/Minedu, 2017).

Por otro lado, la promoción, tal como se da, no dice nada del estudiante. No informa sobre las fortalezas y necesidades de mejora de esa mayoría de estudiantes que son promovidos año a año. Esto es un problema en la medida en que los estudiantes van pasando de grados y acumulando dificultades sin que nadie se haga cargo en los sucesivos grados. Esto se corrobora, por ejemplo, en los pobres resultados de la prueba ECE aplicada el 2016 a 2° grado de secundaria: apenas el 2,5% de estudiantes de 2do de secundaria rural alcanzó el nivel satisfactorio en matemática y un 61.8% se desempeñó por debajo del nivel inicial. Por otro lado, solo el 2% de estudiantes de 2do grado de secundaria rural alcanzó el nivel satisfactorio en lectura y un 54,2% se mantuvo por debajo del nivel inicial (Fuente: ECE 2016, Minedu). Así, la repitencia no es una solución, pero una promoción “ciega” tampoco lo es.

Esbozando alternativas

Ante esta disyuntiva, uno puede preguntarse, ¿qué sentido tiene continuar con este mecanismo, sin siquiera someterlo a discusión? Es hora de comenzar a introducir alternativas más flexibles de evaluación con fines de promoción. Nuevos mecanismos que, poniendo al estudiante en el centro, permitan hacer efectiva la promesa curricular de respetar los tiempos que supone madurar competencias, sin necesidad de “volver a empezar” cuando no se han logrado consolidar en el mismo plazo en que otros lo hicieron. Mecanismos que posibiliten a niños como Rafael avanzar con su grupo, sin desatender los aspectos de su desempeño que necesita seguir madurando. Un mecanismo de aprobación ya no por grado, sino que, basado en la noción de ciclo que propone el currículo, otorgue a los estudiantes lapsos de tiempo mayores, es decir, que respete la lógica de progresión de las competencias, cuyo desarrollo supone periodos más prolongados Que deje incluso abierta la posibilidad de hacerlo cuando ha alcanzado el nivel esperado, sin forzar a que sea en un momento determinado y que permita acompañar de manera personalizada el proceso de cada estudiante.

Que los docentes no se vean forzados a promover o hacer repetir al finalizar el grado, pone en cuestión la propia noción de grado, y su consistencia con lo que el propio currículo nacional establece. También podría discutirse si los dos años que dura un ciclo son suficientes, si acaso no es mejor pensar en tramos más largo o incluso un sistema “desgraduado”, con estudiantes agrupados en función de su edad, por razones de socialización, con sus pares, pero que pueda avanzar en las competencias curriculares según sus distintos niveles de logro; que reconozca y pueda atender mejor a los diferentes niveles de avance en la maduración de sus competencias.

Esta sería una forma de convertir en oportunidad lo que hoy se ve como problema en la escuela multigrado, permitiendo que el sistema gane consistencia entre lo que propone como finalidades de aprendizaje y sus mecanismos para evaluar sus resultados. El currículo es explícito cuando señala que se debe “Atender a la diversidad de necesidades de aprendizaje de los estudiantes brindando oportunidades diferenciadas en función de los niveles alcanzados por cada uno, a fin de acortar brechas y evitar el rezago, la deserción o la exclusión” (MINEDU-DIGEBR, 2016, pág. 39). De hecho, el aula multigrado ofrece el escenario “ideal” para poner a prueba la diversificación curricular.

Esto demanda, naturalmente, que los docentes se asuman responsables y estén en capacidad de atender a los estudiantes con estrategias diferenciadas, según los niveles de desempeño de sus estudiantes, acorde a su diversidad y para brindar atención individualizada; así como una evaluación formativa llevada a la práctica. De este modo, Mariela no tendría por qué hacer repetir a Rafael, ante el temor a que el docente del grado siguiente no quiera y/o no pueda reconocer sus necesidades ni brindarle las oportunidades que necesita. Esto también permitiría al sistema estar en capacidad de rendir cuentas de una manera veraz sobre la eficiencia de su funcionamiento.

Sin embargo, así como se le demanda al docente que se asuma responsable del logro de sus estudiantes, hay que reconocer que no puede hacerlo solo; el sistema debe asimismo asumirse responsable de acompañar y poner a disposición del docente los mecanismos para ayudarlo en lo que se le demanda. Hoy, que se está poniendo en discusión si el acompañamiento pedagógico es una “muleta” que atenta contra la profesionalidad del docente, cabe preguntarse si es mejor opción para el docente dejarlo solo, como a Mariela, con consecuencias que serán asumidas por los estudiantes, promovidos para asumir nuevas exigencias sin haber consolidado las previas.

Reflexión aparte merece el hecho de estar poniendo en cuestión estrategias que han sido evaluadas, evidenciando impactos positivos y estadísticamente significativos, específicamente en el ámbito rural (José S. Rodríguez G., 2016); podrán haber limitaciones en su implementación –que tendrían que ser corregidas- pero descartarlas, sería un gravísimo error. No se trata sólo de encarar las limitaciones de formación inicial de los docentes. En el ámbito rural, con escuelas dispersas, aulas multigrados y escuelas unidocentes, donde el propio contexto demanda entradas y salidas de los estudiantes por diversas razones, es cuando más se necesita acompañar: el docente a sus estudiantes y el sistema al docente.

Nada de lo dicho es nuevo. Hay experiencias abundantes a nivel nacional e internacional, que han demostrado que bajo condiciones como las señaladas, docentes y estudiantes pueden vivir una experiencia de enseñanza y aprendizaje satisfactoria, con buenos resultados. Es el caso de Aprendes, de USAID; Promeb, de ACDI; Escuelas exitosas, de IPAE; la red de Fe y Alegría, entre otras. Especialmente si se trata de estudiantes que asisten a escuelas ubicadas en el ámbito rural, porque es ahí donde se necesita los mayores grados de flexibilidad, para que sea el sistema el que se adecue al estudiante, no al revés.

En este sentido, la implementación del currículo nacional puede ser una gran oportunidad para comenzar a flexibilizar el sistema, a fin de garantizar que todos los estudiantes que residen en el ámbito rural no sigan siendo los más perjudicados, y puedan culminar su escolaridad logrando aprendizajes con el nivel de calidad a que tienen derecho.

Lima, 1 de marzo de 2018

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Ex viceministra de gestión pedagógica, del Ministerio de educación, con más de 25 años de experiencia en la gestión de políticas, programas y proyectos educativos, desde el Estado como desde la sociedad civil y en cooperación internacional, en puestos de responsabilidad a escala nacional. Psicóloga clínica, de profesión y estudios de Maestría en Políticas educativas en la Universidad Alberto Hurtado, de Chile. Entre los años 2011 y 2014 fue Directora General de la Educación Básica Regular y ex Directora (e) de la Dirección de Tutoría y Orientación para el Educando – DITOE (año 2013). Como directora de la DIGEBR, he sido responsable de la conducción del Programa presupuestal por resultados Logros de aprendizaje (PELA). También estuvo a cargo (2008-2011) del Programa de Mejoramiento de la Educación Básica en Área Rural (PROMEB), implementado con apoyo de la cooperación canadiense (ACDI) en el norte del país. Se ha desempeñado asimismo como consultora en áreas relacionadas al desarrollo y evaluación de capacidades en el Estado y la evaluación y sistematizaciones de políticas públicas en el área de educación, a nivel nacional e internacional.